Esos
temores también me acechan, constantemente, día a día, y en ocasiones
durante horas. Leer a los grandes o a los no tan grandes y ver como
publicaron a
cierta edad o como fueron sus vidas mientras escribían, incrementa la
sensación de que no tengo plenamente un derecho para escribir para la
posteridad. He visto también lo que usted anota, que las ideas vienen
en momentos específicos, donde la sensibilidad
está alboratada, inatajable, momentos que no siempre están ni estarán
allí y que cuando van a ser retratados en el escrito, como por arte de
magia desaparecen ante la cámara, esquivos. Eso me molesta, y luego me
aplasta, haciéndome sentir escritor de momentos,
que al final no son escritores, sino simples retratistas, lo que
definitivamente no es lo mejor para convertirse en el que quizá queramos
ser. Me pasa por ejemplo lo siguiente:
Voy
en la tarde caminando desde la oficina hasta la casa, indagando,
mirando, las palabras amontonándose en la mente, estructurándose, todas
ellas queriendo
protagonizar el fragmento, el párrafo, una oración. Diría que casi
sería dictarlas y tendría un escrito estupendo o por lo menos un buen
borrador de algo trascendental. Pero llego a casa, cruzo el umbral y de
repente la calidez de la luz de la sala, de mi
cuarto, la luz fluorescente del televisor, la imagen de mis gatos, de
mi madre, de mi hermana, la paz que brota y que se asienta en mi pecho,
empieza a borrar rápidamente las ideas que venían en la cabeza. Como un
insecticida, le llamaré “ideascida”, esa paz
momentánea destruye y ahoga el resultado de ese momento creativo. Al
otro día, el proceso se repite, en ocasiones con mayor fuerza, en otras
levemente, pero con el mismo resultado, las ideas del día muertas en el
calor de la noche.